Ni recuerdo la última vez que salí a cenar por el centro de Madrid. Ha hecho de todo, llovido, nevado, calor. En fin, que por más que lo intenté, no pude recordarlo.
Y anoche, fuimos a cenar, como una novedad absoluta.
Eramos un grupo de amigos dispuestos a disfrutar de todo.
Me encontré una ciudad totalmente desconocida. Conozco los sitios, las calles, toda mi juventud la pasé allí.
Aunque mi compañera dice que mis relaciones con el alemán (alzheimer) son cada vez más íntimas, no llego al punto de olvidar por dónde me andaba anoche.
Pero de verdad que he notado cambios notables.
La Gran Vía atascada de gente. Las calles de los alrededores igual. Pero la sensación que yo tenía -y aquí dejo claro que era una sensación mía, quizá no todos lo sientan igual- era de tristeza. La gente no iba de juerga como yo recordaba. Quizá ha pasado demasiado tiempo.
El vestido de domingo también pasó a la historia. Ese glamour del que se presumía hace tiempo se ha debido quedar en los baúles.
Y el puntazo de la noche que nos hizo reír, fue un joven, flaquísimo, hablando por el móvil, en una esquina. Su atuendo: camiseta de tirantes y gayumbos de los de antes. Nada más. Realmente, a esas horas de la noche, hacía pensar en un incendio en su casa y que había salido con lo puesto. Hicimos otros comentarios pero mejor no escribirlos, son un poco soeces.
La cena en La Taberna Griega. De taberna tenía bastante. De griega, imaginación. Los camareros que amenizarían la velada bailando el Sirtaki, eran de distintos sitios, y ninguno griego. Uno sé que era de La Habana y los otros de no muy lejos. Poco espacio para moverse y una música altísima.
Los bancos de madera de esos que contagian y al final acabas con el culo como la tabla del banco.
La comida. A mí me gustó. Pero vamos que no soy yo de hacer ascos a casi nada. La comida es comida, sirve para un día y no hay que darle más vueltas.
Salsas distintas para acompañar a unas tortas. Mousaka estupenda y una brocheta de carnes varias. Un rollito de carne picada, arroz, guisos diferentes, ensalada.
Yo probé todo, me gustó todo y dejé de lado el estar espalda con espalda con la señora de la otra mesa.
Un postre de queso con yogur muy frío, con un licor que olía a anís pero era rosa y se convertía en indefinible pero no desagradable, y venga a la calle que hay que despejar la mesa para el siguiente turno.
Lo pasé bien, pero demasiada gente en tan poco espacio, sin aire acondicionado con la nochecita que hacía.
Creo que no voy a repetir. Como experiencia, estupenda, pero ya.
Luego café en otro sitio. Animado, bien. Pero sobre todo las ganas que teníamos nosotros de pasarlo bien.
Empezó a llover y nos paseamos toda la Gran Vía, de nuevo hasta llegar al aparcamiento. La fauna variopinta de la noche es curiosa de ver. Supongo que entre ellos también nosotros dábamos la nota.
Celebran los 100 años de la Gran Vía. Pues la he visto a lo largo de muchos años, y desde luego anoche fue la más sorprendente para mí.
Hoy llevo todo el día medio a rastras, me pesan los pies, no me quito el sueño, y es que me siento como si yo también hubiera cumplido 100 años. Me hago mayor y las juergas nocturnas no me sientan como antes.
Y anoche, fuimos a cenar, como una novedad absoluta.
Eramos un grupo de amigos dispuestos a disfrutar de todo.
Me encontré una ciudad totalmente desconocida. Conozco los sitios, las calles, toda mi juventud la pasé allí.
Aunque mi compañera dice que mis relaciones con el alemán (alzheimer) son cada vez más íntimas, no llego al punto de olvidar por dónde me andaba anoche.
Pero de verdad que he notado cambios notables.
La Gran Vía atascada de gente. Las calles de los alrededores igual. Pero la sensación que yo tenía -y aquí dejo claro que era una sensación mía, quizá no todos lo sientan igual- era de tristeza. La gente no iba de juerga como yo recordaba. Quizá ha pasado demasiado tiempo.
El vestido de domingo también pasó a la historia. Ese glamour del que se presumía hace tiempo se ha debido quedar en los baúles.
Y el puntazo de la noche que nos hizo reír, fue un joven, flaquísimo, hablando por el móvil, en una esquina. Su atuendo: camiseta de tirantes y gayumbos de los de antes. Nada más. Realmente, a esas horas de la noche, hacía pensar en un incendio en su casa y que había salido con lo puesto. Hicimos otros comentarios pero mejor no escribirlos, son un poco soeces.
La cena en La Taberna Griega. De taberna tenía bastante. De griega, imaginación. Los camareros que amenizarían la velada bailando el Sirtaki, eran de distintos sitios, y ninguno griego. Uno sé que era de La Habana y los otros de no muy lejos. Poco espacio para moverse y una música altísima.
Los bancos de madera de esos que contagian y al final acabas con el culo como la tabla del banco.
La comida. A mí me gustó. Pero vamos que no soy yo de hacer ascos a casi nada. La comida es comida, sirve para un día y no hay que darle más vueltas.
Salsas distintas para acompañar a unas tortas. Mousaka estupenda y una brocheta de carnes varias. Un rollito de carne picada, arroz, guisos diferentes, ensalada.
Yo probé todo, me gustó todo y dejé de lado el estar espalda con espalda con la señora de la otra mesa.
Un postre de queso con yogur muy frío, con un licor que olía a anís pero era rosa y se convertía en indefinible pero no desagradable, y venga a la calle que hay que despejar la mesa para el siguiente turno.
Lo pasé bien, pero demasiada gente en tan poco espacio, sin aire acondicionado con la nochecita que hacía.
Creo que no voy a repetir. Como experiencia, estupenda, pero ya.
Luego café en otro sitio. Animado, bien. Pero sobre todo las ganas que teníamos nosotros de pasarlo bien.
Empezó a llover y nos paseamos toda la Gran Vía, de nuevo hasta llegar al aparcamiento. La fauna variopinta de la noche es curiosa de ver. Supongo que entre ellos también nosotros dábamos la nota.
Celebran los 100 años de la Gran Vía. Pues la he visto a lo largo de muchos años, y desde luego anoche fue la más sorprendente para mí.
Hoy llevo todo el día medio a rastras, me pesan los pies, no me quito el sueño, y es que me siento como si yo también hubiera cumplido 100 años. Me hago mayor y las juergas nocturnas no me sientan como antes.
Jajaja está visto que los años no pasan en valde, ehhh.
ResponderEliminarBueno mujer, eso sólo es acostumbrarse y después seguro que te encanta las noches de juergas.
A decir verdad a mí me pasa lo mismo, como que prefiero una velada tranquila y conversación amena.
Este fin de semana he estado en una feria, y ea vueltas y vueltas...llegué a casa molida. Pero lo pasé muy bien, principalmente porque vi gente que no veía de tiempo y me agradó.
Bueno, pues eso a disfrutar con lo que se pueda.
Besos
Princesa si yo el sábado estaba como una rosa, pero ay el domingo. Yo creo que me dolieron cosas que no sabía que tenía.
ResponderEliminarMe alegro de que lo pasaras bien tu también, que falta hace.
Un beso